Queridos hijos:
Ahora que ya no me encuentro entre vosotros y que mi alma reposa, o eso deseo, en algún lugar donde la paz es eterna, siento que ha llegado el momento de despedirme como debí hacerlo siempre con la verdad.
He cargado durante toda mi vida con un secreto que me persiguió sin descanso. Cada noche, cada sombra, cada susurro… allí estaba ella.
Todos recordareis a vuestra tía abuela, aquella monja de clausura que volvió a casa enferma, buscando morir entre los suyos. Pero no murió por la enfermedad, como siempre os hice creer. Cayó por las escaleras de vuestra vieja casa… Una caída silenciosa, pero horrible. Nadie lo supo fuera de aquellas paredes, porque nosotros la ocultamos. La llevamos al desván y detrás de un tabique improvisado, la dejamos.
Aún vestía su hábito oscuro, el crucifijo apretado entre los dedos y los ojos… los ojos entreabiertos que no dejaban de mirarme.
Lo hicimos por miedo. Por cobardía.
Pero ella nueva se fue.
Desde entonces, sus ojos no dejaron de mirarme.
En las noches de invierno, cuando el viento golpeaba las ventadas y las ramas arañaban los cristales, escuchaba crujir las viejas escaleras. Eran pasos lentos, arrastrados como si el hábito rozara cada peldaño. Cerraba los ojos, pero seguía oyéndola. A veces se me aparecía en sueños: un rostro sin carne bajo el velo, las cuencas vacías fijas en mí…Y su voz, un susurro frío que me decía: “Vas a morir”.
Entonces despertaba empapada en sudor, temblando, convencida de que el viento era el causante de aquellos ruidos. Pero no lo era. Ella seguía allí.
Nos fuimos de aquella casa sí, pero ella nunca se fue, su sombra me acompañó toda la vida. Y ahora que estoy muerta, siento que ella sigue esperándome o tal vez, esperando a vosotros.
Si alguna noche de invierno el viento silba entre las ventanas y escucháis pasos donde no debería haber nadie, no os engañéis.
No es el viento.
Es ella.
Esperando.
Eternamente.
Con todo mi amor y arrepentimiento.
Vuestra madre.
Por Maribel G.
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