Queridísima Liliana:
Esta carta en tus manos significará para mí total ausencia en tu mundo. Por favor, no te asustes e intenta leerla con la mente abierta. Hacerla llegar a ti ha sido arduo y muy duro.
Todo comenzó con mi ansiado viaje a Amerbury, condado de Wiltshire, a unos trece kilómetros de Salisbury. Me alojé en el motel George, en Amerbury, ciudad situada dentro de la parroquia de Stonehenge, el famoso enigma de las piedras. Quería, necesitaba, conocer el misterio que rodeaba todo aquello. Según la información recabada, se creía que fue un lugar sagrado para la congregación de comunidades y la realización de rituales. ¡¡Todo un misterio!!
Al caer la noche, con mi mochila en ristre, salí del hotel. Una vez atravesé la puerta, escuché una voz imperativa preguntándome a dónde me dirigía, era el recepcionista del hotel. Con premura le contesté: «Voy a Stonehenge». Observé en su rostro asombro y estupor, sin detenerme más, oí su chillona voz decir que no fuera, que lo hiciera en la mañana. No quise retroceder, ni escucharlo más. Nadie iba a irrumpir mis planes. Mi intención era admirar esas piedras en la noche, bajo el influjo lunar que les proporcionaba un color azulado.
De camino a mi destino, me di cuenta de que mi corazón iba más rápido que mis pies. Una vez llegado al lugar, saqué mi vieja y preciada cámara fotográfica, una Olympus Pen E-P7, herencia de mi añorado padre, que, como sabes, fue un gran reputado fotógrafo en su tiempo. Con las primeras fotografías, tuve la sensación de que alguien me observaba, me giré hacia atrás mirando a ambos lados, pero no vi nada, no había nadie, solo yo y mi cámara. Casi al instante, un viento virulento comenzó a ascender del suelo acompañado de hojarasca seca. Sentí miedo, no le daba explicación a lo que ocurría. Me alejé del círculo y el viento cesó y las hojas desaparecieron, pero la presencia continuaba ahí, la podía sentir con más intensidad cada vez. En cuestión de segundos, esa presencia clavó sus frías y enormes manos sobre mi espalda, dejándome sin respiración para acercarme al centro del círculo obligándome a posar mis manos sobre una gran losa de arenisca micácea, conocida como el altar. Mi cuerpo se estremecía, notaba como una gran descarga eléctrica que al mismo tiempo me agitaba y me inmovilizaba.
No sé cómo llegué allí, estaba desvencijada en el suelo sobre un suelo arenoso, húmedo y tortuoso. Era un túnel de muy poca altura, muy oscuro. A lo lejos podía escuchar pisadas, muchas pisadas, a ritmo de marcha, que parecían acercarse cada vez más, pero no nunca llegaban. Y otra vez el virulento viento volvió a reaparecer acompañado de cientos de hojas, las pisadas cesaron cambiándose por pasos lentos, profundos y cercanos y allí estaba un espectro espeluznante, con ropaje del medievo y una altura apabulladora e impactante. En su frente se apreciaba una gran herida incisa que no sangraba rodeada de un color violáceo. Sus ojos eran profundos y muy oscuros. Lo más aterrador fue ver como sus manos también de color violáceo sangraban constantemente. Con un simple movimiento, agarró mi garganta y elevándome del suelo incrustó su boca en mi oído y con voz bronca me susurró: «Has rebasado lo prohibido, has mancillado lo sagrado, no habrá regreso para los profanadores». Volvió a soltarme y percibí que no caminaba, aunque escuchaba sus lentos y profundos pasos, solo flotaba.
Tendida en el suelo, podía verme desde lo alto del túnel. Era como si mi alma hubiera salido de mi cuerpo. No sentí miedo. Vi una lucecita muy pequeña, como la punta de un alfiler a lo lejos. Corrí hacia ella, podía moverme, desplazarme según mis pensamientos querían y exigían. Una vez en la luz, sentí calma, paz, seguridad, ya no había peligro. El hedor a húmedo se tornó fresco, almizclado con toques de bergamota y lavanda. Sentía deseos de llamar, de alegría, de libertad. Y con estas sensaciones de pequeña lucecita se transformó en una cálida y protectora luz que me habló con la voz más dulce que jamás hubiese escuchado: “Permanecerás en este mundo, tu misión será hacer que el bien permanezca por encima de todo”.
Solamente le hice la petición que esta carta llegara a tus manos y te transmitiera paz, pidiéndote solo un pequeño favor: Todos los 31 de octubre enciende una vela blanda acompañada de la flor más sencilla y humilde que puedas encontrar.
Tu hermana, que siempre velará por ti.
Rufina
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