PESADILLA
Yendo una tardecita de paseo por las calles de la ciudad, vi en el suelo un objeto rojo; me bajé: era un sangriento y vivo corazón que recogí cuidadosamente. Enseguida noté que un poder extraño se apoderaba de mí. Una densa niebla, como un gran manto fúnebre, cubrió toda la ciudad. De forma autómata comencé a caminar, sintiéndome una marioneta en un anacronismo sin fundamento lógico. Todo parecía partir de ese corazón sangrante que cada vez latía más y más rápido.
Me di cuenta de
que había salido del laberinto de casas que conformaban la urbe y que me
hallaba en un bosque de cipreses perfectamente alineados. La niebla poco a poco
fue desapareciendo. Cuando observé el entorno, vi con temor que me hallaba en
un viejo cementerio en un lamentable estado de abandono y lleno de cruces y de
lápidas destartaladas. No podía parar, el corazón me guiaba, estaba segura,
hacia un misterioso destino.
Al llegar
frente a un montículo de hojas, que parecían ocultar algo, mis pasos se
detuvieron. Sin saber por qué, retiré las hojas y apareció el rostro de una
mujer, ajado por la estampa de la muerte. Pronto descubrí que yacía desnuda y
con un hueco en su pecho del cual le había sido arrancado el corazón. Supuse
que sería ese mismo que hallé en una calle de mi ciudad. Minuciosamente,
procedí a depositarlo allí. Casi al instante, el cuerpo de la mujer empezó a
cobrar vida y sus ojos se abrieron. Me miró y quedé paralizada, como víctima
del ataque de una serpiente. Tomó mi mano y noté que mi vida se estaba apagando
poco a poco, mientras que ella recobraba su lozanía, energía y vitalidad. Enseguida
comprendí que estaba perdida y que ella viviría a costa de mi muerte.
La debilidad me
hizo perder el equilibrio y me desplomé sobre los restos de las hojas que, unos
instantes antes, cubrían el cuerpo de esa extraña mujer. Ella, llena de energía,
la que me había arrebatado, se levantó y me tomó en sus brazos. Pude observar
que era rubia, pálida y bella como jamás hubiera imaginado.
Me trasladó a
un lugar de ese tétrico cementerio donde había un hoyo recién excavado. Ese
hoyo estaba presidido por una lápida con una inscripción. Un escalofrío
terrorífico recorrió mi cuerpo al ver que allí figuraba mi nombre y la fecha de
mi fallecimiento. Presentía lo que iba a suceder, no cabía esperar ya nada, sabía
que era mi tumba y que ese sería el final de mis días.
La bella mujer,
la encarnación de la muerte, me arrojó sin piedad al agujero de la eternidad. Traté
de gritar. No podía. Traté de moverme, pero mi cuerpo estaba paralizado. Seguía
cayendo sin llegar al fondo. Caía y caía sin parar. De repente, oí una voz; alguien
me llamaba y sentí que algo me zarandeaba. Mi nombre se repetía sin parar.
‒ Clara, Clara,
despierta.
Era la voz de
mi marido al que mis convulsiones le habían alarmado. Confusa y sudando a mares,
me abracé a él y sentí el alivio de que todo había sido una horrible pesadilla.
‒ ¿Qué soñabas?
‒ me preguntó.
‒ Soñaba‒ le
dije‒ que la muerte me arrojaba a mi tumba.
Por Antonio H. P.
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