EL COLECCIONISTA DE HUESOS
Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré vengarme. No era la primera vez que tenía que aguantar sus mentiras e infamias, pero esto había rebasado mi capacidad de tolerancia. A pesar de que no lo veía hace dos días, algo verdaderamente extraño, ya que vivía a la espalda de mi casa, y vernos era casi inevitable, no iba a permitir que me calumniara frente a todo el pueblo sin recibir su merecido. Afirmar que había tratado de besar a Ester a la fuerza en el camino que lleva al pueblo de al lado, por donde irremediablemente se tiene que pasar por el cementerio, había sido la gota que derramó el vaso de mi paciencia. Es cierto que ella me había pedido que la acompañara a ver a una tía suya, bastante entrada en años, que estaba muy enferma, pero eso fue todo.
—Discúlpame, Ester—le dije,
mientras me limpiaba las manos manchadas de sangre, producto de la gallina que
había matado recientemente—, pero no creo poder ayudarte, prometí hacer la cena
esta tarde. Sin embargo, ella me insistió de tal manera, que terminé por
acceder a sus demandas. Salí de casa sin decirle nada a mi madre, pensando en
acompañar a Ester y regresar lo antes posible. Cuando llegamos al pueblo en
donde su tía vivía, me sorprendió ver lo descuidado de las calles, llenas de
polvo y olvido. Las ventanas de las casas estaban enmohecidas y vacías de vida.
Lo que más me sorprendió, sin embargo, fue ver a Fortunato cruzar corriendo por
una de las calles, como si hubiera estado siguiéndonos. Iba a preguntarle a
Ester, puesto que suponía que ella venía a menudo, si es que acaso Fortunato la
estaba acosando, pero decidí dejarlo así. Además, ella estaba como ida. De
cualquier modo, ya llegaría el momento de arreglar cuentas.
Cuando ingresamos a la vivienda,
ella, con el rostro verdaderamente demacrado, me dijo:
—No te vayas por favor, solo he
venido a entregarle algo a mi tía. Regreso en un momento.
No me dejó tiempo para responder.
Se fue presurosa hacia el fondo de una sala larga, como flotando en el aire, y
se perdió por un pasadizo que daba a la derecha. Al notar que se demoraba más
de la cuenta, seguí sus pisadas para avisarle de que me iba. La madera crujía
con un rechino bestial, como si fuera a romperse. Ni bien di cinco pasos, y
para mi mala suerte, un gran tramo de piso se resquebrajó hasta llevarme al
fondo de un oscuro sótano. Cuando recobré el sentido, sin saber cuánto tiempo
había estado desmayado, me hallaba envuelto en la más absoluta oscuridad. Con
algo de dolor, me puse de pie. Un olor, terriblemente fétido, como a carne
descompuesta, empezó a apuñalar mi centro de equilibrio, provocándome náuseas y
punzantes dolores de cabeza. Tanteando la ruta a seguir, y conteniéndome para
no vomitar, mis pies, de pronto, tropezaron con el esqueleto entero de lo que
antes, al parecer, había sido una persona. Sentí congelárseme la sangre y los
vellos de mi piel se erizaron al extremo de que sobresalían de mi chaqueta,
como púas aceradas. A través del forado que se había formado al momento de mi
caída, la luz agonizante que se filtraba era insuficiente como para que yo
pueda ver en la penumbra de aquella mazmorra.
—¡Ester! ¡Ester! ¡Ayúdame!
—exclamé algo mareado, sin éxito.
La superficie por la que me
desplazaba era semejante a una ciénaga de materia descompuesta, una especie de
pantanal de pieles y grasa en avanzado estado de descomposición. El olor que
salía de cada pisada que removía la materia orgánica, era tan fuerte e
irrespirable, que por un momento creí perder el sentido.
Debo salir de aquí, debo hallar la salida.
Recordé, en esos instantes, que
antes de salir de casa había puesto el encendedor de la cocina en uno de mis
bolsillos. Efectivamente, cuando revisé mi pantalón, allí estaba. Con las manos
temblorosas, lo prendí. Lo que vieron mis ojos, a continuación, me dejó
completamente helado: me hallaba dentro de lo que parecía ser un depósito de
restos humanos, los mismos que flotaban en medio de masas amorfas de un color
marrón oscuro, en una especie de amasijo gelatinoso. En las afueras, el sol
estaba a punto de fundirse en el horizonte. Era un crepúsculo sangriento, como
si el firmamento hubiera sido herido por el mortal zarpazo de una bestia
apocalíptica. Mientras estudiaba las acciones a tomar, en pleno estado de
desesperación, pensando en el monstruo al que seguramente tenía que enfrentar,
intenté avanzar en ese pantanal de tejidos descompuestos para tratar de
encontrar la salida. A cierta distancia, en medio de la espesa penumbra, un haz
de luz, proveniente de la planta superior, empezó a cortar la oscuridad con la
forma de una puerta que empezó a abrirse lentamente. El resplandor proyectó la
sombra alargada de un hombre que se fue seccionando en el recorrido de una
escalera descendente.
—¡Ester! ¡Ester! ¡Ayúdame por
favor! —volví a exclamar, mientras avanzaba lentamente hacia una de las
paredes, próxima a las escaleras.
Con increíble rapidez, como si
sus pies no tocaran las gradas, la silueta de aquella sombra se desplazó hacia
abajo de manera terrorífica. Estando en suelo firme, me mira fija y
detenidamente, liberando una risa satánica, feliz de ser libre.
—¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?
—le increpo, mientras aferro entre mis manos un solitario fémur que estaba
tirado por ahí. No hay respuesta.
Él, con un machete entre las
manos, da unos pasos con la velocidad intermitente de un ser fantasmal.
Teniéndolo prácticamente encima de mí, de pronto, se detiene. Para ese
entonces, debido a mi nerviosismo, había perdido el encendedor. Cuando dirijo
la vista al suelo, la luz proveniente de la planta superior me permite ver los
cuerpos de un hombre y una mujer, recientemente despellejados, aferrándose a
los pies del asesino. Tengo la clara sensación de conocerlos.
¿Ester y Fortunato?
Hu…ye, parecen advertirme.
Conteniendo el inmenso nudo que
se había formado en mi garganta, aprovecho la situación. Sin pensarlo dos
veces, paso por encima de todo y me sujeto al pasamanos de la escalera, la cual
escalo con grandes zancadas. Al hallarme fuera de aquella casa maldita, con la
joven noche formándose en el firmamento, huyo a toda carrera. Siento que la
espalda se me escarapela por el miedo pavoroso de que aquel ente esté
aproximándose sin que yo lo pueda siquiera advertir. Aun así, no volteó la
mirada. Solo me detengo, producto de un cansancio acumulativo, en el paso por
el cementerio. A unos veinte metros de la entrada principal, veo a un hombre,
vestido con una sotana, parado frente a unos nichos. Está de espaldas hacia mí.
Me acerco lentamente, pensando en pedirle ayuda. A pesar de que le hablo,
parece no escucharme. Estando a un par de pasos de él, lo rodeo. Me sorprendo
al ver que se trata del padre Francisco, que llora amargamente. ¿Por qué
está llorando, en medio del panteón, completamente solo? Frente a él, yacen
dos criptas, cuyas letras, a la luz de la noche, dejan ver los nombres de mis
amigos: Ester y Fortunato.
¡No puede ser!
La luna llena refulge con un
brillo tenebroso, rodeada apenas por un remanente de nubes grises.
—Sé que has venido por mí—me dice
observando una veintena de tumbas recientemente tapiadas—. Tal vez no lo
recuerdes, pero eres un peligro para todos, incluso para ti mismo.
—¿Soy un peligro? —le increpo
airadamente, sosteniendo fuertemente el fémur entre mis manos—¡Se supone que
usted debió ayudarme! ¡Se supone que usted debía defenderme!
No tengo idea del porqué le digo
estas cosas. Es como si una bestia tratara de salir de mí. Me observo las
manos, manchadas de sangre.
¿Acaso no es la sangre de la
gallina que maté esta mañana?
—Nunca lo entenderás—me responde
el párroco, mientras se santigua—, estoy listo para irme, así como todos ellos,
que fueron víctimas de tu locura.
¿Todos ellos? ¿Acaso yo…?
Escuchando las estridentes
órdenes de una hueca voz, lo golpeó en la cabeza con tal fuerza, que el fémur
se parte por la mitad. El anciano cae muerto. Lo arrastro por el verde césped
del camposanto para llevarlo a mi hogar, ese que está en el pueblo fantasma de
al lado, en la casa de ninguna tía de Ester. Aun con el fuerte impulso de matar
anidando en mi mente, mientras voy arrastrando el cuerpo, bañado por la luz de
la luna, recuerdo con gracia las súplicas de Fortunato, el estúpido que fue a
rescatar a Ester esta mañana, y que, gracias a las maderas del piso que había
desclavado a propósito, cayó en mi depósito de restos humanos, con los cuales
me bañaba todas las noches, antes de salir en busca de presas…
Por Marco Antonio O.
D.
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