LA TUMBA SIN NOMBRE
Ilustración de Abraham Pérez Pérez distribuida bajo una licencia de Creative Commons (CC-BY-SA 3.0) en Intef
Hace mucho tiempo, mi grupo de amigos de la infancia y yo
decidimos pasar la noche de Halloween acampando en las afueras del pueblo,
cerca de un cementerio.
Fue una noche muy amena y divertida, encendimos una hoguera
en la que asamos nubes ensartadas en un palo, cantamos reímos y empezamos a
contar historias de terror que conocíamos gracias a nuestros antepasados del
pueblo. Después de eso se hizo tarde y nos fuimos a dormir, nos costó bastante,
por lo menos a mí después de escuchar esas historias, sin saber que esa noche
iba a tener una de las peores pesadillas de mi vida.
Poco a poco el sopor me venció y me quedé dormida, cuando en
un suspiro me encuentro en mitad del cementerio en plena tormenta, nada que ver
con el cementerio real, era enorme, una auténtica necrópolis con estatuas
colosales que parecía que me miraban a cada paso que daba. De pronto un haz de
luz iluminó una tumba blanca sin nombre, me acerqué a ella, de la misma
sobresalía una especie de humareda negra que iba formando al paso de los
segundos una inquietante silueta de aspecto amenazante. Eché a correr sin darme
cuenta al momento de que tenía unas enormes alas blancas e iba vestida de blanco
radiante. Viré mi cabeza hacia mi costado izquierdo para darme cuenta de que
esa extraña silueta me perseguía volando con sus enormes y roídas alas negras. Cada
vez corría más rápido y más y más rápido hasta que empecé a sentir una
sensación de levitación, no lo podía creer estaba volando. Intenté escapar de
aquello que no sabía realmente qué era, hasta que al paso de pocos minutos la
lluvia de la tormenta empezó a empapar mis alas blancas y aquel ser oscuro y
malévolo me arrastró hasta aquella tumba sin nombre. Abrió la tumba y me
sumergió en unas aterradoras tinieblas. Cuando pude ver algo estaba metida
dentro de una jaula en un entorno que parecía el infierno, ríos de lava y de
una especie de ectoplasma del que salían caras y quejidos infernales.
Estaba allí cautiva en la jaula enfrentándome a las torturas
que aquel ser me hacía, arrancándome una a una las plumas de mis alas para que
me acabas e desangrando. En mi último aliento de vida me desperté de un salto
con una voz que me resultaba familiar, eran mis amigos llamándome para
desayunar. Gracias a Dios, era solo una pesadilla y me fui a desayunar
con mis amigos. Estuvimos hablando y todos coincidíamos en que aquella noche de
acampada todos tuvimos nuestra pesadilla que parecía estar hecha a medida de
cada uno de nuestros miedos personales.
Sonia M. da Silva
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