La máscara
Elsa era más madura que los niños de su edad. Su madre decía que era porque de bebé no quería perderse nada. No era una niña miedosa, se pasaba muchas noches en vela recorriendo la casa sin ningún temor.
Esa tarde, la niña se detuvo en el pasillo unos segundos antes de entrar en su cuarto y observó la máscara que vigilaba sin descanso la puerta de su habitación. La careta estaba hecha de vivos colores, tenía un semblante serio y de su cabeza salían unas cintas largas que terminaban en un cascabel.
Sus padres le habían contado hace años que la compraron en su viaje de novios a Venecia, en un mercadillo de segunda mano. El vendedor les aseguró que procedía de una casa supuestamente habitada por espíritus, de hecho, le contaron, que cuando pasaron por el puesto, una extraña fuerza les hizo cogerla y llevársela a casa.
Al atardecer, Elsa se había disfrazado de zombi para pasar la tarde de Halloween con su pandilla.
Su amigo Javier, como siempre, se dedicó a narrar todas las terroríficas y horribles historias que le habían pasado a él y a su familia.
Contaba como paseando entre las frías estatuas de las lápidas del cementerio sintió como una mano fría agarraba su tobillo impidiéndole andar y experimentó cómo se le helaba la sangre. También relató que su tío Javier nunca jamás se acercaba a su maizal en la noche de los difuntos porque se le encogía el alma cuando creía oír las voces de los niños atrapados en el maíz.
Elsa tachaba de embustero a su amigo y nunca se creía sus historias. Pero aquella noche, ella misma pudo experimentar en su propio cuerpo el terror.
Eran las doce y el reloj de la plaza sonaba, la niña se despertó. De repente, los ojos de la máscara desprendían una luz infernal, los lazos eran serpientes acechándola. El susto fue tremendo, su cuerpo temblaba como gelatina, estaba asustada, atemorizada y con los pelos como escarpias.
Cubrió su cabeza, no quería ver nada, pero fue en vano, sobre su oído una lengua bífida silbaba como un auténtico basilisco. Recorriendo su espalda otro reptil le dejaba un frío gélido indescriptible.
Estaba aterrorizada, no podía moverse. Su loco corazón parecía una locomotora a punto de estallar ¡No podía ser!, quería que terminara, que amaneciera y, de repente, un golpe seco la dejó sin aliento, ¿se habría muerto?
Cuando su madre fue a despertarla la encontró blanca, con los ojos inyectados en sangre. No podía verbalizar ni una palabra y menos cuando se percató de que la máscara estaba en el suelo de su habitación.
En ese momento la niña recordó lo que una vez le contó su abuela, “la noche de Halloween los difuntos salen del limbo para recorrer el mundo”.
Mª Cruz Sánchez Blázquez
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