Relato ganador: Pacorro, el Sepulturero

Ilustración de Abraham Pérez Pérez distribuida bajo una licencia de Creative Commons (CC-BY-SA 3.0) en Intef

Pacorro, el Sepulturero


En el rincón de siempre del único bar del pueblo, como todas las noches, se encontraba Pacorro, el Sepulturero. Esa noche, el local estaba más concurrido que de costumbre porque televisaban el partido de Champions League, en el que el Real Madrid se jugaba el pase a octavos frente al Mánchester y necesitaba remontar. Los no aficionados estaban enfrascados en una partida interminable tratando de ganar no solo para ser invitados, sino para disfrutar de la humillación de los perdedores


Pacorro, solo en su rincón, rumiaba penas junto a una botella de vino. Repasaba su vida y tan solo recordaba amarguras y desgarros. Sabía que, debido a su oficio, daba mal fario y la gente lo evitaba. Las únicas alegrías llegaron cuando Joseíto, un ser solitario y huérfano como él, se cruzó en su camino. Desde entonces, la vida de Pacorro empezó a tomar sentido y la felicidad le visitó por primera vez en su existencia. En ese mismo rincón del bar, ambos pasaban veladas interminables conversando o jugando una partida, siempre cómplices, siempre amigos, siempre confidentes. Todo terminó cuando, tres días antes, Joseíto murió debido a un imprevisto infarto fulminante. Fue una muerte sin enfermedad, sin aviso en la plenitud de la vida. 


Al entierro de Joseíto acudió poca gente. Fue una fría tarde de finales de noviembre con un cielo gris que desprendía una ligera nevada. Uno a uno, todos se fueron marchando del cementerio. En la más absoluta soledad, Pacorro comenzó la triste labor de dar sepultura al amigo. Las paladas de tierra sonaban en la madera del ataúd como fúnebres redobles de tambor. Los copos de nieve caían como si fueran pétalos de flores para el último adiós. Pacorro terminó el trabajo y regresó en solitario a su rincón del bar sin comprender aún la pérdida del gran y único amigo.


Tres días llevaba arrastrando su tristeza y cobijándose en la bebida para olvidar el desgarro por la muerte de Joseíto, tres interminables jornadas de desamparo y soledad.  


Esa noche, aunque había bebido más que de costumbre, aún no había ahogado su pena. Como un autómata, aturdido por la bebida, salió del bar sin mirar a nadie sin reparar en nada. Sin pretenderlo, arrancó un leve gesto de misericordia entre los que allí se encontraban. Ya en la calle, la noche era fría, con un cielo despejado donde una hermosa luna llena todo lo iluminaba. Sus pasos le guiaron al cementerio, tan solo se oía el ladrido de un perro en la lejanía. Al llegar, se paró un rato junto a la puerta, pensó en el amigo y, sin vacilar un instante, sacó la llave y entró. 


En el bar del pueblo todo seguía igual, los aficionados del Real Madrid disfrutaban de una épica remontada y los que jugaban la partida ya se estaban despidiendo para regresar al hogar. De repente, se abrieron las puertas del local, un grito unánime de espanto, de terror y de estupor sonó al unísono, cuando Pacorro entraba cargando a las espaldas el cadáver de su amigo Joseíto para dirigirse al rincón donde ambos, siempre juntos, vivieron horas de felicidad. 


Antonio Hinojal.

Comentarios

  1. Magnífico relato, señor Hinojal, bien escrito y bien resuelto, como a mí me gusta. ENHORABUENA.
    Un fuerte abrazo.

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  2. Buen relato me ha gustado ,conciso, expresa el terror que puede provocar la eterna soledad

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  3. Me ha gustado mucho. Muy original. Felicidades al ganador.

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  4. Enhorabuena, muy bueno!!

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