Para ti, niña:
Corría el año del señor de 1287, cuando las campanas del convento de Santa Aurelia dejaron de sonar. Los aldeanos decían que el bronce se había agrietado por el frío del invierno, pero nadie se atrevía a acercarse para comprobarlo.
El convento, levantado sobre un risco de frente al río, estaba envuelto en una neblina que nunca se disipaba, y sus monjas habían dejado de verse en los caminos desde hacía semanas.
Una tarde, el joven escriba Martín fue enviado por el obispo a investigar los rumores. Le acompañaba el aire húmedo del bosque y el graznido lejano de los cuervos. A medio camino, divisó la mansión de los Valdemora, antigua familia patrona del convento. Sus muros estaban cubiertos de hiedra y las ventanas tapiadas. Sin embargo, desde el interior se veía el resplandor tembloroso de una vela. Siguió el camino hasta el convento.
Golpeó la puerta y una voz anciana respondió:
— El convento no recibe visitas.
— No vengo al convento — repitió Martín — busco a la madre abadesa.
El cerrojo se movió lentamente, y una figura vestida con hábito negro le permitió entrar. Era una monja, o eso creyó. El rostro estaba cubierto con un velo tan tupido que apenas dejaba ver la boca.
— Las hermanas descansan — dijo ella— pero puedes quedarte a rezar por sus almas.
Lo condujo a la capilla, una estancia húmeda y fría, donde el aire olía a cera y a hierro viejo. Alrededor del altar, filas de sillas vacías formaban un círculo perfecto. Martín se arrodilló y, al levantar la vista, descubrió que sobre el altar no había crucifijo, sino un espejo ennegrecido. La monja lo observa en silencio.
—¿Qué oración es esta? — preguntó él.
— La de los que ya no ven la luz.
El espejo empezó a vibrar. De su superficie surgió un murmullo bajo, como un coro lejano. En su reflejo, Martín vio las monjas del convento…Pero, estaban arrodilladas dentro de tumbas abiertas, sus labios moviéndose al compás de un rezo sin voz. Detrás de ellas, un hombre con túnica episcopal —idéntico al retrato del arzobispo colgado en la sacristía —las bendecía con un cáliz de plata.
Martín retrocedió horrorizado. La monja avanzó y, al deslizarse el velo, dejó al descubierto un rostro sin ojos, solo dos huecos negros de los que brotaba un polvo gris.
—Nosotros seguimos sirviendo —susurró— en la casa de nuestros patronos, Los Valdemora.
El espejo estalló en mil pedazos.
Cuando los aldeanos, días después, se atrevieron a entrar en el convento de la mansión, no hallaron al escriba, pero sí una inscripción tallada en el altar:
«Donde se reza sin fe, las paredes aprenden a rezar por ti».
Imagen realizada con Canva IA
Desde entonces, al caer la noche, las campanas de Santa Aurelia vuelven a sonar. Pero no hay cuerdas que las muevan, ni manos vivas que las toquen.
Te esperan a ti, niña.
Por Cruz S.

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